Recuerdo mis primeros trabajos de punto de cruz. En el “insti” al principio.
Una sábana que bordé a una tía sin patrón, solo siguiendo el dibujo que ya existía en la tela; ella la había empezado y se quedó sin terminar, olvidada en un arcón, por falta de tiempo y de ganas. Aunque nunca la utilizó fue feliz al verla acabada, por fin.
Un mantel, solo uno, que se manchan de vino y no sale la mancha y te acuerdas de todos los días que pasaste bordando y un mantel nunca más que no merece la pena el mosqueo. Por decirlo suave.
Después descubrí los cuadros, mucho más agradecidos, guardaditos en sus cajas de marco y cristal, que ni polvo cojen de aseaditos que son. Y de muestra un botón; bueno, dos.
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